15/4/11

Paul Preston, "El holocausto español. Odio y exterminio en la Guerra Civil y después"

Editorial Debate(2011)

Durante la Guerra Civil española, cerca de 200.000 hombres y mujeres fueron asesinados lejos del frente, ejecutados extrajudicialmente o tras procesos poco legales. Murieron a raíz del golpe militar contra la Segunda República de los días 17 y 18 de julio de 1936. Por esa misma razón, al menos 300.000 hombres perdieron la vida en los frentes de batalla. Un número desconocido de hombres, mujeres y niños fueron víctimas de los bombardeos y los éxodos que siguieron a la ocupación del territorio por parte de las fuerzas militares de Franco. En el conjunto de España, tras la victoria definitiva de los rebeldes a finales de marzo de 1939, alrededor de 20.000 Republicanos fueron ejecutados. Muchos más murieron de hambre y enfermedades en las prisiones y los campos de concentración donde se hacinaban en condiciones infrahumanas. Otros sucumbieron a las condiciones esclavistas de los batallones de trabajo. A más de medio millón de refugiados no les quedó más salida que el exilio, y muchos perecieron en los campos de internamiento franceses. Varios miles acabaron en los campos de exterminio nazis. Todo ello constituye lo que a mi juicio puede llamarse el «holocausto español». El propósito de este libro es mostrar, en la medida de lo posible, lo que aconteció a la población civil y desentrañar los porqués.


La represión en la retaguardia adoptó dos caras, la de la zona republicana y la de la zona rebelde. Aunque muy distintas tanto cuantitativa como cualitativamente, ambas se cobraron decenas de miles de vidas, en su mayoría de personas inocentes de cualquier delito, incluso de haber participado en forma alguna de activismo político. Los cabecillas de la rebelión, los generales Mola, Franco y Queipo de Llano, tenían al proletariado español en la misma consideración que a los marroquíes: como una raza inferior a la que había que subyugar por medio de una violencia fulminante e intransigente. Así pues, aplicaron en España el terror ejemplar que habían aprendido a impartir en el norte de África, desplegando a la Legión Extranjera española y a mercenarios marroquíes —los Regulares— del Ejército colonial.


La aprobación de la conducta macabra de sus hombres se plasma en el diario de guerra que Franco llevaba en 1922, donde describe con el mayor esmero las aldeas marroquíes destruidas y a sus defensores decapitados. Tanto la decapitación como la mutilación de prisioneros eran prácticas frecuentes. Cuando el general Primo de Rivera visitó Marruecos en 1926, todo un batallón de la Legión aguardaba la inspección con cabezas clavadas en las bayonetas. Durante la Guerra Civil, el terror del Ejército africano se desplegó en la Península como instrumento de un plan fríamente urdido para respaldar un futuro régimen autoritario.


La represión orquestada por los militares insurrectos fue una operación minuciosamente planificada para, en palabras del director del golpe, el general Emilio Mola, «eliminar sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros». Por contraste, la represión en la zona republicana fue una respuesta mucho más impulsiva. En un principio se trató de una reacción espontánea y defensiva al golpe militar, que se intensificó a medida que los refugiados traían noticias de las atrocidades del Ejército y los bombardeos rebeldes. Resulta difícil concebir que la violencia en la zona republicana hubiera existido siquiera de no haberse producido la sublevación militar, que logró acabar con todas las contenciones de una sociedad civilizada. El desmoronamiento de las estructuras de la ley y el orden a que dio lugar el golpe propició a un tiempo el estallido de una venganza ciega y secular —el resentimiento inherente tras siglos de opresión— y la criminalidad irresponsable de los presos puestos en libertad o de individuos que hallaron la ocasión para dar rienda suelta a sus instintos. Por añadidura, como en cualquier guerra, existía la necesidad militar de combatir al enemigo interior.


No cabe duda de que la hostilidad se fue recrudeciendo en ambos bandos conforme avanzaba la Guerra Civil, alimentada por la indignación y el deseo de venganza ante las noticias de lo que ocurría en el bando contrario. Sin embargo, está claro también que el odio operó desde el principio, un sentimiento que se manifestó ya plenamente en la sublevación del Ejército en el destacamento de Ceuta, en el norte de África la noche del 17 de julio, así como en el asedio al Cuartel de la Montaña en Madrid por parte de una turba republicana el 19 de julio. Los primeros cuatro capítulos del libro buscan explicar cómo se instigaron esos odios, estudiando la polarización de los dos bandos tras los empeños de la derecha por obstaculizar las ambiciones reformistas del régimen democrático establecido en abril de 1931, la Segunda República. Se centran en el análisis del proceso por el que la obstrucción de la reforma condujo a una respuesta aún más radicalizada de la izquierda. En esos capítulos se aborda también la elaboración de las teorías teológicas y raciales que esgrimió la derecha a fin de justificar la intervención del Ejército y el exterminio de la izquierda.


En el caso de los militares rebeldes, el programa de terror y aniquilación constituía el eje central de su plan y de los preparativos para llevarlo a cabo. En los dos capítulos siguientes se describen las estrategias de su puesta en práctica, a medida que los sublevados imponían el control en áreas de muy distinta idiosincrasia. El capítulo 5 se ocupa de la conquista y la purga de la Andalucía occidental —Huelva, Sevilla, Cádiz, Málaga y Córdoba—, donde la superioridad numérica del campesinado sin tierra llevó a los conspiradores militares a imponer de inmediato el reinado del terror; una campaña que supervisó el general Queipo de Llano, quien empleó a las tropas embrutecidas en las guerras coloniales africanas y contó con el apoyo de los terratenientes locales. El capítulo 6 aborda una aplicación similar del terror en las regiones de Navarra, Galicia, León y Castilla la Vieja, todas profundamente conservadoras y en las que el golpe militar triunfó casi de inmediato. A pesar de la escasa resistencia izquierdista de la que tenemos constancia, la represión en esas zonas, bajo la jurisdicción absoluta del general Mola, alcanzó una magnitud sumamente desproporcionada, si bien menor que en el sur.


El afán exterminador de los rebeldes, que no su capacidad militar, halló eco en la extrema izquierda, sobre todo en el movimiento anarquista, con una retórica que abogaba por la necesidad de «purificar» una sociedad podrida. Por ello, los capítulos 7 y 8 analizan los efectos que tuvo el golpe en el bando republicano, contemplando de qué modo el odio subyacente nacido de la miseria, el hambre y la explotación desembocó en el terror que asoló también las zonas controladas por los republicanos, con especial intensidad en Barcelona y Madrid. Inevitablemente, su blanco no fueron solo los acaudalados, los banqueros, los industriales y los terratenientes, a quienes se consideraba los instrumentos de la opresión. No requiere explicación el hecho de que ese odio se vertiera también sobre la clase militar identificada con el levantamiento.


También se descargó, a menudo con mayor fiereza, contra el clero, un estamento acusado de connivencia con los poderosos, así como de legitimar la injusticia mientras se dedicaba a amasar riquezas. A diferencia de la represión sistemática desatada por el bando rebelde para imponer su estrategia, la caótica violencia del otro bando tuvo lugar a pesar de las autoridades republicanas, no gracias a ellas. De hecho, los esfuerzos de los sucesivos gobiernos republicanos para restablecer el orden público lograron contener la represión por parte de la izquierda, que, en términos generales, en diciembre de 1936 ya se había extinguido. Los capítulos que siguen, el 9 y el 10, están dedicados a dos de los episodios más sangrientos de la Guerra Civil española, que por añadidura guardan una estrecha relación entre sí, pues remiten al asedio de los rebeldes sobre Madrid y la defensa de la capital.


El capítulo 9 trata de la estela de muerte que dejaron las fuerzas africanistas de Franco —la llamada «Columna de la Muerte»— en su recorrido de Sevilla a Madrid. A su paso no dejaba de anunciarse que la barbarie con que las tropas asolaban las ciudades y pueblos conquistados se repetiría en Madrid si la rendición no era inmediata. En consecuencia, después de que el gobierno republicano se trasladara a Valencia, los responsables de la defensa de la capital tomaron la decisión de evacuar a los prisioneros de derechas, en especial a los oficiales del Ejército que habían jurado unirse a las fuerzas rebeldes en cuanto les fuera posible. El capítulo 10 analiza la puesta en práctica de dicha decisión, las célebres masacres de derechistas en Paracuellos, a las afueras de Madrid.


En los dos capítulos siguientes se plantean dos ideas contrapuestas de la guerra. El capítulo 11 trata de cómo se defendió la República del enemigo interior, que no solo comprendía la pujante Quinta Columna dedicada al espionaje, a la subversión, y a contagiar el derrotismo y el abatimiento, sino también a la extrema izquierda del sindicato anarquista CNT y el POUM antiestalinista. Estos grupos radicales habían decidido hacer de la revolución su prioridad, lo que perjudicaba seriamente el esfuerzo bélico de la República. Así pues, el mismo aparato de seguridad que había puesto fin a la represión descontrolada de los primeros meses se ocupó luego de los elementos extremistas de uno y otro signo. En el capítulo 12 se analiza la deliberadamente lenta y farragosa campaña de aniquilación que Franco llevó a cabo a su paso por el País Vasco, Santander, Asturias, Aragón y Cataluña, y que demuestra cómo su estrategia bélica era una inversión en terror para facilitar el establecimiento de la posterior dictadura. Por último, el capítulo 13 analiza la maquinaria de juicios, ejecuciones, cárceles y campos de concentración con que después de la guerra se consolidó esa inversión.


La intención era asegurarse de que los intereses del antiguo régimen no volvieran a cuestionarse, como había ocurrido entre 1931 y 1936 a raíz de las reformas democráticas emprendidas por la Segunda República. Cuando los militares pusieron en práctica el llamamiento del general Mola para «eliminar sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros» y el clero lo justificó, era el comienzo de lo que durante la lenta guerra de aniquilación montada por Franco se convirtió en una inversión en terror. El rechazo a la reconciliación en la post-guerra consolidó la inversión y Franco pudo disfrutar de los beneficios durante casi cuarenta años. En 1964, la fastuosa celebración de 'veinticinco años de paz' emitía el mensaje que los la inversión en terror se había visto recompensada con creces.


Paul Preston
http://www2.lse.ac.uk/europeanInstitute/research/canadaBlanch/El%20Holocausto%20Espanol.aspx

2 comentarios:

Anónimo dijo...

COMO ES POSIBLE?,
REPITO:
¿COMO ES POSIBLE QUE EL SUCESOR
DEL LÍDER Y JEFE
DE ESE HOLOCAUSTO,
DE ESA IMPUNE MASACRE DEL PUEBLO ESPAÑOL,
ELEGIDO “A DEDO” POR ESE MISMO MONSTRUO,
SEA AHORA “REY” DEL PUEBLO ESPAÑOL
Y “JEFE DE ESTADO” VITALICIO-GENERACIONAL?
¿HA EXISTIDO EN TODA LA HISTORIA MODERNA
MAYOR ABERRACION,
MAYOR INSULTO MASIVO,
MAYOR PERPETUCAION TERRORISTA Y FASCISTA
QUE LO HA OCURRIDO Y OCURRE EN ESPAÑA?
PORQUE MIENTRAS ESE “REY Y SUCESOR”
DE TANTO CRIMEN Y BAÑOS DE SANGRE
EXISTA EN ESPAÑA…ESE HOLOCAUSTO,
ESA MASACRE, CONTINUARA CREANDOSE.

Anónimo dijo...

Cómo me aburre este rollo... jodeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeer...