23/4/20

Confinamiento


(...COVID...)

Desde la ventana de mi habitación puedo contemplar la Sierra del Aramo. Las nubes van tapando las montañas y aún queda algo de nieve en el Gamoniteiro. Es una tarde soleada y primaveral, de esas en las que apetece perderse por algún camino, desconectando de la urbe entre árboles y praderías. No es posible, el confinamiento impide cualquier desplazamiento salvo el esencial.
Pensé que tardaría en volver a pasar por una situación así, pero otra vez un microscópico bicho hace sentir la fragilidad humana. Hace cuatro años, tras una intervención quirúrgica, me implantaron un DAI(Desfibrilador Automático Implantable) para controlar las arritmias cardiacas. En la operación cogí la Kleibsella, una bacteria hospitalaria muy peligrosa. Es un microorganismo ultrarresistente a los fármacos que causa muchas muertes a quienes se infectan con ella. Tuve que estar un mes aislado en una habitación del HUCA. Las visitas estaban restringidas y tenían que entrar con prendas especiales como bata, gorro o mascarilla. Pasé todo un mes postrado en la cama, inyectándome suero con antibióticos dos veces al día. Afortunadamente, tras el duro tratamiento, mi cuerpo reaccionó bien y eliminó la bacteria.
Al lado de aquello el confinamiento por el coronavirus sin padecerlo es un lujo. Es como estar en una de esas cárceles con todas las comodidades. En mi propia casa me levanto a las 8:00 y desayuno tranquilamente con mi mujer para luego teletrabajar. Por la tarde a pasar el rato como todo el mundo. Acabar el trabajo pendiente, leer, escribir, cocinar, ver series y películas. También hacer algo de deporte con vídeos o utilizar el rodillo que tengo para la bicicleta. Supongo que las parejas sin hijos lo tuvieron más fácil. Aunque los días, como aquella vez en el hospital, eran fotocopias en multicopista a blanco y negro. Por muy bonita que fuese la cárcel también iba haciendo mella en lo psicológico. Abrías la ventana y encontrabas silencio, pero no era tranquilizador, era un silencio distópico.
Me acordaba de mis padres, de mi hermana embarazada y de mi güela de 98 años que estaba en la Residencia de Ancianos de Grado, una de las más afectadas por el coronavirus. Los güelos son el último nexo con la infancia. Un vestigio de aquella época. Afortunadamente dio negativo, aunque tiene que pasar toda la crisis encerrada en una habitación sin poder salir de allí. Ella ya había superado las pandemias de tifus posteriores la gran gripe de 1918. Los brotes de tifus fueron muy virulentos también en los primeros años de posguerra. La llamaban el piojo rojo por afectar especialmente a pobres, gitanos y demás "razas inferiores".
El coronavirus no distingue entre clases sociales y los muertos y afectados se incrementaron exponencialmente en todos los países. Es evidente que uno de nuestros mayores enemigos es invisible.
Salir vivos de una situación así es volver valorar más el momento y los pequeños detalles. Es el verdadero aprendizaje que nos tiene que traer esta crisis. Recordar que no somos dioses si no frágil polvo de estrellas.
David S. Suarón.

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