(...COVID...)
Desde la
ventana de mi habitación puedo contemplar la Sierra del Aramo. Las
nubes van tapando las montañas y aún queda algo de nieve en el
Gamoniteiro. Es una tarde soleada y primaveral, de esas en las que
apetece perderse por algún camino, desconectando de la urbe entre
árboles y praderías. No es posible, el confinamiento impide
cualquier desplazamiento salvo el esencial.
Pensé que
tardaría en volver a pasar por una situación así, pero otra vez un
microscópico bicho hace sentir la fragilidad humana. Hace cuatro
años, tras una intervención quirúrgica, me implantaron un
DAI(Desfibrilador Automático Implantable) para controlar las
arritmias cardiacas. En la operación cogí la Kleibsella, una
bacteria hospitalaria muy peligrosa. Es un microorganismo
ultrarresistente a los fármacos que causa muchas muertes a quienes
se infectan con ella. Tuve que estar un mes aislado en una habitación
del HUCA. Las visitas estaban restringidas y tenían que entrar con
prendas especiales como bata, gorro o mascarilla. Pasé todo un mes
postrado en la cama, inyectándome suero con antibióticos dos veces
al día. Afortunadamente, tras el duro tratamiento, mi cuerpo
reaccionó bien y eliminó la bacteria.
Al lado de
aquello el confinamiento por el coronavirus sin padecerlo es un lujo.
Es como estar en una de esas cárceles con todas las comodidades. En
mi propia casa me levanto a las 8:00 y desayuno tranquilamente con mi
mujer para luego teletrabajar. Por la tarde a pasar el rato como todo
el mundo. Acabar el trabajo pendiente, leer, escribir, cocinar, ver
series y películas. También hacer algo de deporte con vídeos o
utilizar el rodillo que tengo para la bicicleta. Supongo que las
parejas sin hijos lo tuvieron más fácil. Aunque los días, como
aquella vez en el hospital, eran fotocopias en multicopista a blanco
y negro. Por muy bonita que fuese la cárcel también iba haciendo
mella en lo psicológico. Abrías la ventana y encontrabas silencio,
pero no era tranquilizador, era un silencio distópico.
Me acordaba
de mis padres, de mi hermana embarazada y de mi güela de 98 años
que estaba en la Residencia de Ancianos de Grado, una de las más
afectadas por el coronavirus. Los güelos son el último nexo con la
infancia. Un vestigio de aquella época. Afortunadamente dio
negativo, aunque tiene que pasar toda la crisis encerrada en una
habitación sin poder salir de allí. Ella ya había superado las
pandemias de tifus posteriores la gran gripe de 1918. Los brotes de
tifus fueron muy virulentos también en los primeros años de
posguerra. La llamaban el piojo rojo por afectar especialmente a
pobres, gitanos y demás "razas inferiores".
El
coronavirus no distingue entre clases sociales y los muertos y
afectados se incrementaron exponencialmente en todos los países. Es
evidente que uno de nuestros mayores enemigos es invisible.
Salir vivos
de una situación así es volver valorar más el momento y los
pequeños detalles. Es el verdadero aprendizaje que nos tiene que
traer esta crisis. Recordar que no somos dioses si no frágil polvo
de estrellas.
David S. Suarón.
David S. Suarón.
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